Cuento de José Díaz-Díaz
El dromedario es un cuento que hace parte de mi libro de relatos: Los ausentes (Amazon 2013, edición en papel y digital). En él pretendo acercarme a lo que se
conoce como Realismo literario. Es una búsqueda de la realidad de la literatura
en sí misma. Ahí va el texto:
El dromedario
“Convierte tu muro en un peldaño”
Rainer María Rilke
Se sentía realmente cansado de andar escondiéndose y su agotado cuerpo ya
no daba para más. Por esto, frente a la primera choza abandonada que encontró
mientras huía, sus piernas se doblegaron como chamizos inermes. Empujó la
puerta, de una sola hoja, semidestruida y sin ningún tipo de cerradura ni
candado y esta cedió sin ningún esfuerzo chirriando con un gemido de madera
podrida. De bruces fue a parar al fondo del desolado bohío construido con
débiles paredes de bahareque y sobre un piso de tierra empolvada olorosa a
excreciones de chivo viejo y a orín de animales de monte. Solo unos enclenques
rayos de luz que penetraban perpendiculares al postigo de un remedo de
ventanuca a medio abrir, iluminaban con una luz mortecina la sombra derrumbada
del inesperado huésped tumbado encima de unas boñigas de caballo todavía
frescas.
<<Hasta
aquí llegué>>. Se le oyó balbucir, en un suspiro alargado y triste.
Al mismo tiempo
un fuego maligno se desataba en los alrededores justo al morir el día. Tal vez
debido a la desmedida resequedad de la montaña las llamas se extendieron a
velocidad inaudita entre los yermos pajonales y los áridos yerbazales. Sobre la
tierra baldía trepidaba la furia del fuego depurador y apenas una garúa finita apaciguaba
el movimiento de la exigua vegetación humillada por las ráfagas de viento frío
que aullaban como manada de lobos en vigilia.
El espurio cayó
rendido y dormitó en cuestión de segundos. Su agitada respiración acompañada de
armoniosos ronquidos, conjuraba el sibilino aquelarre de esa noche caliginosa.
Llevaba, en efecto, cuatro largas jornadas en desvelo y su sueño era profundo.
Cuatro noches con sus días huyendo de esa pérfida aldea y de sus pobladores
desalmados que como criados biliosos lo rechazaban y lo apedreaban por el simple
hecho de no parecerse a ellos. Se cebaban hasta el hartazgo burlándose de sus
imperfecciones y creyéndose, hasta el engaño, superiores a él. Nunca antes—
hasta donde podía recordar— se había sentido tan frágil y vulnerable. Nunca
antes había sentido esa sensación de honda
impotencia que encumbraba su pena hasta umbrales obscenos más allá de
toda perversa adversidad. Jamás se había percibido, hasta entonces, como un
engendro que con su presencia deforme y su figura desastrada, ultrajaba y
corrompía la realidad. La única fuerza que lo animaba a huir era el terror de
estar vivo.
Y, ahora el fuego. ¿Era acaso el comienzo del
juicio final, como muchas veces había oído profetizar a los oráculos del
desastre y a los ociosos que la pasaban inventando teorías conspiratorias? Él
no tenía la culpa de haber nacido con esa joroba sobre la espalda al estilo de
los dromedarios africanos, ni podía responder por el hecho de lucir una piel
cubierta de sedoso vello cual exótica llama peruana. El hecho de que su madre hubiera sido—según conjeturaban las
malas lenguas— el producto de un entrecruce prohibido entre dos hermanos (su
tío Cayo y su tía Lucinda), tampoco era materia de su incumbencia.
Si su padre había sido
encontrado practicando actos de zoofilia con los animales domésticos del
vecindario, o como aquella vez que fue pillado jugando en un lodazal con dos
gigantescas cerdas albinas y sentenciado por todo esto al destierro, tampoco
ese era su problema.
<<Allá
él>> Musitó entre dientes, visiblemente consternado.
Mientras cavilaba toda
clase de pensamientos sombríos que agitaban su alma en el profundo abismo de
sus sueños, el fuego llegó a la covacha donde se guarecía. El calor
insoportable lo logró despertar y de inmediato, legañoso y sonámbulo puso pies
en polvorosa. Sus ojos agrandados veían cómo los cuerpos de los árboles iban
creciendo con la noche; las ráfagas de viento frío habían mermado y, solo la
leve llovizna que persistía milagrosamente mitigaba su letargo. Tan asustado
estaba el bastardo que parecía estar escapando del mismísimo averno; pero
contradiciendo todo vaticinio, logró salvarse.
Un kilómetro adelante
aflojó el paso, comenzó a calmarse, el pánico lo fue abandonando y la criatura
aprovechó el momento de sosiego para sacudir de su cuerpo los vellos
chamuscados de su núbil rostro, de sus brazos alargados y de sus cortas
piernas. En sus ojillos de niño maravillado se entrevió brillosa, una chispa,
un atisbo apenas, de inusual de alegría. En la retina de sus ojos reposaban
todavía restos de su infancia dormida.
<<Menos mal que todo fue un
susto>>, se dijo, mientras continuaba su huida contra la apretada lluvia
y a través de la alta montaña caminando reflexivo con la mirada pegada al piso,
a las piedras del camino, con los pies desnudos y mugrientos, lento y maleable
cual monje eremita en recatada pose de meditación sobre el origen de su
supuesta culpa.
A la distancia todavía
el negro páramo calcinado conserva vestigios del azote del fuego purificador en
su salvaje majestad, cuyas lengüetas nunca alcanzaron a menguar el semblante
inerme y a la vez huraño del dromedario, quien, hurgando entre atajos y
piélagos insalvables, persiste todavía en toparse, algún día, con el paraíso
que le fuera escamoteado en alguna orilla de sus sueños.
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