Fragmento de la novela: En busca de la infancia perdida
José
Díaz-Díaz (Disponible en Amazon)
Una lectura recomendada para rematar el año de la pandemia.
Experiencia en la sala de masajes
La
joven se llamaba Nairobi. De cara grande, labios gruesos y facciones bien
marcadas; fornida aunque no gorda; alta, de un metro con setenta y cinco, cintura de avispa y nalgas de portento, llevaba el cabello corto como de muchacho; de frente estrecha y ojos inmensos y
oscuros parecía estar mirando al infinito, como perdida en el tiempo. Su piel
era de un bonito color mulato tirando a blanco, bruñido por las frecuentes
exposiciones en las playas del sol caribeño. Daba la sensación de que vivía en
un territorio alucinado donde se sentía a todo confort. Hacía dos años que
había culminado, a duras penas, el High School
y ahora tomaba clases para sacar una licencia del Estado en masajes y
cosmetología. Mientras tanto, junto con su papá— a quien llamaban simplemente Beltrán—ayudaba a mantener el Estudio de Masajes el cual
habían acreditado desde quince años atrás y, por fortuna, tenían una clientela
casi fija que les permitía vivir con decoro y sin apuros económicos. Liz, la
mujer de Beltrán, era oriunda de Santo Domingo y él, de San Juan de Puerto
Rico. Se habían conocido cuando eran estudiantes en una academia de belleza,
situada en Hialeah, a mediados de los ochenta. Contaban apenas con veintiún
años cuando se entusiasmaron en una amistad que los llevó a consolidar el
compromiso matrimonial. De esa unión nació Nairobi quien por lo visto, seguirá la profesión de sus padres.
Puedo
afirmar que constituían un matrimonio feliz. Sin grandes expectativas ni
requerimientos existenciales complicados, eran de esos grupos familiares que se
habían logrado acomodar a un ritmo de vida doméstica de buenos vecinos y buenas
personas. De hecho eran apreciados en el vecindario de esa parte del este de
Boca Ratón. Iban al servicio religioso de los Testigos de Jehová de jueves en
la noche y los domingos en la mañana y a veces Liz tenía que sacar más tiempo
ya que fungía como Pastora substituta cuando por alguna razón el pastor
principal no podía atender una ceremonia.
Mary
y Joe, después de refrescarse con sendos vasos de agua con hielo,
conversaron un poco con Liz en la antesala del salón. Beltrán apenas si les
pudo dar la bienvenida pues estaba atendiendo una clienta en ese momento
mientras Nairobi les preparaba las toallas ,los aceites y demás utensilios
utilizados en la ceremonia. En cosa de minutos pasaron al salón donde se
desvistieron y solo se cubrieron sus cuerpos con una toalla enlazada alrededor
de la cintura. Mary sería atendida por Liz quien siempre la asistía y Joe por
Nairobi. Liz era una mulata blanca fornida y de músculos tonificados. De un
metro con setenta de estatura, casi del tamano de su hija, sus brazos parecían martillos
cuando friccionaban no sin especial delicadeza los músculos, ligamentos y
tendones de sus clientes. Parecía que el peso de su cuerpo, que era de unas
doscientas cincuenta libras, se posaba en sus manos para desplegar una energía
sólida y contundente sobre los cuerpos a moldear. De caderas no tan anchas y
trasero monumental, contrastaba el vigor de su contextura con la delicadeza de
sus movimientos. A pesar de todo, no se sentía pesada para nada. De este modo,
el equipo de los Beltrán, enfundados en sus batas blancas, atendían con el
delicado pero firme lenguaje de sus manos los cuerpos desnudos de sus huéspedes
quienes con los sentidos bien despiertos y la mente vagando en una levedad de
sombras y claroscuros, sentían el goce de sus cuerpos expuestos al bálsamo de
los aceites y a la presión armoniosa de unas manos que emanaban una energía
acuosa y embriagadora. Una seductora música de Debussy, el Preludio a la siesta del
fauno, inundaba el silencio del aposento alabastrino que con el titilar de
los velones y la tenue luz color lila que emanaban de las paredes del Estudio,
invitaban a un dejarse llevar por los territorios misteriosos de los sentidos.
De repente unos apagados sollozos se sumaron a la atmosfera placentera del lugar, eran gemidos que lanzaba la anciana atendida por Beltrán que dejaban saber a los demás oficiantes el goce supremo por el que atravesaba. No habían pasado unos cinco minutos cuando La anciana, de unos ochenta años, nívea como un resplandor, pequeñita de ojos azules y cabellera blanca, le hizo una señal a Beltrán y le pidió que la ayudara a bajar de la camilla para dirigirse al baño. «Hola a todos» dijo, esbozando una sonrisa de total complacencia y caminó desnuda, sin titubeos, hacia el retrete. Mary y Joe a través de su somnolencia miraron a la mujer, le respondieron en coro «Hola» y no pudieron evitar contemplarla. Notaron su frágil figura de espaldas enclenques con las nalgas flácidas y las piernas delgadas como arbustos secos. Aun así, vieron que caminaba con una esbeltez sorprendente. Ambos cerraron los ojos de nuevo y reflexionaron sobre lo mismo: «la edad no perdona» parecieron decirse y se estremecieron sin saber exactamente por qué. Les dio también ganas de orinar. Tan pronto la anciana regresó, Mary le hizo una señal a Liz Y esta accedió. Se levantó y desnuda caminó hacia el retrete. Mirando a Joe le preguntó que cómo la estaba pasando, y él, un poco turbado por la cercanía, ya que estaba a centímetros de Mary, le contestó que muy bien. Ella le acarició el cabello y le dijo, «si quieres ir al retrete, será después de mí», él asintió con un movimiento de cabeza. Mary continuó desplazándose hacia el baño y Joe sintió una agitación en todo su cuerpo segundos antes laxo y quieto. Ya era demasiado. Primero las caricias provocadas por Nairobi con sus musculosas manos de seda y ahora con esa visión estremecedora de la desnudez de Mary, era irresistible. El olor de su piel bronceada, bañada de aceite aromatizado, ese cuerpo casi perfecto, su esbelto cuello de cisne, los huesos prominentes de su clavícula; su cintura de avispa, su cabellera rojiza y su mirada inquisidora; su ombligo adornado con ese hermoso piercing minúsculo de oro que soportaba un arco templado y una flecha; sus piernas de gacela y su pubis de vellos de azabache; sus senos redondos con los pezones erectos sus y nalgas fuertes como de deportista de Triatlón, era demasiado para soportarlo. Sin embargo, «esa aparición» lo que le producía era un goce estético más allá de cualquier excitación física. ¿Cómo iba a tener una escabrosa erección delante de una chica tan perfecta? Era la primera vez en su vida que se encontraba con una mujer que provocaba en él tal sensación. No supo por qué pensó en Epícteto, cuando afirmó que el hombre debía ser capaz de contemplar una bella mujer sin sentir ningún deseo por ella. En este sentido, era necesario tener un dominio absoluto de uno mismo. Pero las grandes manos de Nairobi intuyendo la calentura de su cliente lo trató de aflojar con masajes relajantes y el efecto que conseguía era todo lo contrario a la emoción estética que le producía la visión del desnudo de Mary y que lo inducía a enfrentarse a una excitación endiablada que conformaba un cortocircuito con la nobleza sensual producida por la presencia desnuda de su hada. Bajo los masajes de Nairobi lo que sentía era calentura desmedida. Ahora su animal dormido se estaba despertando y amenazaba con crecer sin importarle el público presente. ¿En qué pienso ahora para bajarlo?, se preguntó. ¡Oh Dios! La solución le cayó del cielo. Pues sí, pues pienso en mi madre y en sus desgraciados maltratos. Claro en Lesbia, «bendita seas que al final de cuentas para algo sirves. No me golpees más, no más…que yo ya no lo vuelvo a hacer…», musitaba como un poseso. Y en efecto la sensación atemorizante del recuerdo de su madre fue suficiente para que el peligro de una erección no deseada bajara de tono y el animal se acobardara cual angelito obediente.
Mary
regresó con el rostro radiante y le indicó a Joe que era su turno. Él obedeció,
se sentó en la camilla y luego se desplazó hacia el escusado. No sabía cómo
caminar, si normal o marchando o trotando o ¡cómo diablos! Mary lo veía y
riendo le dijo «vamos, vamos que esto no es ningún desfile de mariquitas». Miró
a Liz y le dijo «Está duro el tío, ¿eh?».
La
sesión terminó sin contratiempos. El ritual rezaba que para la despedida los
clientes que estuvieran presentes y los técnicos masajistas, en este caso la
familia Beltrán, se despedirían en un abrazo colectivo, todos en cueros. Los
anfitriones se despojaron de sus batas y en un círculo se abrazaron, juntaron
sus cabezas, y durante un minuto compartieron el calor de su energía, su
transpiración y su aliento. Sin proponérselo los seis pensaban en lo mismo:
somos una misma carne y nuestro cuerpo pertenece a un todo en donde el dolor no
tiene cabida.
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