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Fragmento de la novela: El último romántico, de Jose Díaz- Díaz

 Fragmento de la novela: El último romántico, de Jose Díaz-Díaz

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joserdiazdiaz@gmail.com

 





2. Entre duendes y enanos

 

Aquellas tertulias no duraron mucho tiempo. Los destinos de cada quién se movían en diferentes direcciones y el mío me llevó a mudarme de Caracas para Brooklyn, N.Y. a comienzos de 1983, una semana después de aquel nefasto “viernes negro”, durante el gobierno de Luis Herrera Campins, que marcó el inicio de la imparable devaluación de la moneda nacional, el Bolívar, la cual había logrado sostenerse a la par del dólar por casi cuarenta años.

En compañía de mi esposa Gianinna, nos establecimos por dos largas décadas en el pintoresco vecindario de Bensonhurst atiborrado de inmigrantes de origen italiano. Por intermediación de Giuseppe, un primo de Gianinna, quien vivía allí desde 1960 cuando dejó la Sicilia por la América, logró ella una plaza de optometrista en el hospital central del condado. El contrato salarial era bueno, lo que nos motivó a viajar. En cuanto a mí, vendí en un dos por tres la librería de la calle de Carmelitas que había adquirido recién me mudé de Bogotá, mi ciudad natal (allí donde se ama más a los futbolistas que a los poetas) para la hermana república de Venezuela, en mayo de 1969. De esos tiempos de Bensonhurst todavía recuerdo, las hermosas puestas de sol en el otoño, imponentes colores naranja atravesados por el narrows bridge que une el boro de Brooklyn con el de Staten Island y la deliciosa pizza napolitana que servían en el restaurante de la esquina de la avenida 18 con la calle 65

Pero el caso es, que   como no vamos a hablar de mi vida, sino de la de mi extinto ahijado, déjenme decirles que hicimos buenas migas a partir de aquellas peñas que no sé por qué motivo, por lo general terminaban en unas tomatas de cerveza, aguardiente y ron en algún bar cercano, en algún apartamento de soltero de algún convidado casual, en fin, en unas borracheras incontrolables con el consabido ratón o resaca del día siguiente, insufrible malestar que solo se curaba con un sopón marinero de esos que levantan muertos. Gerardo Antonio visitaba mi librería con alguna frecuencia y si no había mucho movimiento de clientes, que era lo usual, entonces conversábamos de libros. Platicábamos, como dicen los mejicanos, de los últimos títulos y de los nuevos premios y premiados y hasta del fin inminente del oficio de los libreros. Ninguno de los dos sospechó que al final de cuentas él sería el último romántico y yo el último librero. Entonces lo retaba a jugar una partida de ajedrez donde siempre yo daba el jaque mate, no porque fuera un avezado maestro del juego-ciencia sino porque el pobre, que era tan distraído, con facilidad olvidaba dónde tenía que ubicar sus defensas. Su mente quebradiza no daba para armar tácticas ni mucho menos para construir estrategias.

Recuerdo, ahora, de manera tan nítida como si fuera hoy, cuando en una de aquellas visitas a la librería llegó Gerardo Antonio, en compañía de un niño, digo mal y me corrijo, en compañía de un adulto que parecía un niño. La verdad es que me llamó de inmediato la atención con su voz de flauta traversa, con sus perfectos ademanes de hombre grande, con la solvencia de su discurso y, sobre todo, con la exacta proporción de un cuerpo que apenas llegaba a medir los cien centímetros.

–Señor Rubén- me dijo Gerardo Antonio con solemnidad inventada - le presento a mi amigo el maestro Luciano García. Acaba de llegar de Bogotá y se está alojando en mi apartamento por unos pocos días ya que está de paso para la isla Margarita donde según me cuenta se reunirá con su compadre Roberto Carlos, el famoso cantante brasileño, para pasar allí unas cortas vacaciones.- El párvulo venía vestido de Liquilique, un típico traje caribeño de color blanco de dos piezas, que lo hacía parecer una criatura salida de un cuento de hadas. O de la famosa serie de la tele La isla de la fantasía. - Mucho gusto- Saludó el tal Luciano levantando su manita derecha, la cual estreché con instintivo cuidado, dada la fragilidad inminente del intempestivo visitante, que sin mayor asomo de incomodidad agregó:

- Lo felicito, paisano, por su librería, se ve muy bien surtida. - Gracias, atiné a responderle. - No hay de qué. Fue su repuesta perentoria. - ¿Puedo pasar a ver la sección de libros infantiles? Me magnetiza el mundo de los niños. - Resopló, con su vocecita aflautada.- Permiso.

-¡Yyyy! ¿De dónde salió esta criatura? Le pregunté en voz baja de inmediato al flaco, sin ocultar mi curiosidad y poniendo cara de extrañeza.

-Ya te lo explico, - me respondió con un gesto tranquilizante de manos agregando un tanto evasivo - después te cuento todo.

Para buen entendedor... de modo que continuamos conversando sobre la principal noticia del día que figuraba con letras grandes en la primera página del diario El Nacional y que hablaba del barco que el presidente Carlos Andrés Pérez acababa de obsequiar al pueblo de Bolivia ( país sin costas marítimas) regalo que talvez, demostraba la simpatía con que C.A.P. miraba el deseo recóndito de los bolivianos de reconquistar su salida al mar, perdido en el nefasto año de 1879 en su guerra contra Chile. Mientras charlábamos saltando de tema en tema como los locos, yo lo observaba por el rabillo del ojo para enterarme de sus movimientos sin ser notado.

Unos veinte minutos después, vimos aparecer de nuevo al duendecillo con una sonrisa de satisfacción y un libro de tapa dura bajo el brazo, el cual me mostró levantando no sin esfuerzo sus bracitos, a la vez que decía:

- Me lo llevo, doncito (diminutivo de don), es el libro justo y la edición ilustrada perfecta para regalarle a Marujita, la hija del alcalde de la ciudad capital de mi país. Cuando lleguemos a casa acuérdame de escribir el cheque para pagarlo.

Diciendo esto, le ordenó al flaco, con gestos de general en jefe, que era hora de salir.

-Vámonos- le dijo. Ya sabes que estoy esperando una llamada telefónica urgente de Brasil. Mi compadre Roberto Carlos me manifestó su intención de saber cómo había llegado a Caracas. Él es así, tan sentimental y preocupado. - añadió- y salió marchando con porte militar llevando el libro debajo del brazo. El texto era de esos que se especializan en temas de niños pero que están dedicados a los adultos. La carátula mostraba el dibujo de un niño coronado, con un cetro en la mano y de fondo, un mundo de estrellas multicolores, acompañado de un título que decía:

 

El PRINCIPITO

                       Pierre Antoine de Saint- Exúpery.

 

El especial amor por los libros que embargaba a Luciano quizás era un punto de coincidencia en la amistad que los unía con Gerardo Antonio. Pero sobre todo la inmensa capacidad para fantasear y de tejer historias que parecieran verídicas, constituía uno de los motivos que subyugaban a G.A. en sus conversaciones constantes. Por todo esto, vamos a desviarnos por unos instantes de la narración central para poder dedicar algunas líneas a conocer un poco más al pequeño maestro.

El maestro Luciano, según supe más adelante por boca de Gerardo Antonio, había sido considerado un niño prodigio en su infancia, por sus extraordinarias dotes manifiestas de médium y por su capacidad a prueba para las artes adivinatorias y parapsicológicas de todo tipo, pasando por la telepatía y la telequinesia, la precognición y la clarividencia, el arte del espiritismo y la quiromancia; en fin, un superdotado que conocía y practicaba los secretos más inaccesibles de la magia blanca. Afirmaba haber sido discípulo adelantado de madame Blavatsky, en su vida anterior, por allá en el año 1877 en New York. Y justo cinco siglos atrás en otra de sus vidas pasadas durante diez años desde 1377 hasta 1387 había padecido la privación de su libertad encarcelada en las mazmorras del Santo Oficio, cerca de Cádiz, por su actitud herética en su condición de monje y por descreer de la virginidad de María. En verdad, el fulano venía cargado con un extraordinario don de sabiduría y una apabullante cantidad de conocimientos acumulados en sus vidas anteriores de tal manera que cuando estudiaba realmente no aprendía cosas nuevas, sino que las recordaba.

Conocedor probado del maleficio de la ligadura o de la pócima antigenésica, evitaba utilizar dichas prácticas a pesar del recurrente pedido de sus clientes. Igual tiraba las cartas españolas y el Tarot, con la misma familiaridad con que invitaba a convocar espíritus y a parlotear con ellos, alrededor de una tabla ouija.

En efecto, me contaba el flaco, palabra más palabra menos, que el diminuto personaje pertenecía a una familia bogotana de la clase media compuesta por cinco hermanas y dos hermanos, seis de los cuales padecían de enanismo y compartían el privilegio de estar dotados con poderes extra-sensoriales y solo uno de ellos, Ricardo, era normal, digo yo, por decirlo de algún modo, quien además de guasón y echador de bromas a toda prueba, era un mujeriego empedernido.

Uno de los miembros más conocidos de tan excéntrica familia era la hermana menor de Luciano, a quien apodaban en el vecindario con el nombre de la Santita o La Santica, no estoy muy seguro. Quizás el mote era La Santita, con T de Tomás, sí. Ella era muy famosa en la ciudad por sus efectivos y comprobados poderes curativos. La legión de seguidores que la buscaban como última alternativa para superar sus traumas y frenar sus dolores, enfermos desahuciados y también los incrédulos de la ciencia médica, entre otros, debían hacer una larga fila de espera frente a su oficina de curandera licenciada, y esperar su turno solicitado con antelación, para ser atendidos. La consulta era gratis, pero se aceptaban donaciones. Tampoco se formulaban medicamentos tradicionales, sólo frasquitos con aguas medicinales elaborados en la botica de la propia Santita, quien trasmitía sus favores curativos a sus pacientes, a partir de las vibraciones producidas por el simple contacto físico; de su imposición de manos y principalmente a través de su profunda mirada de compasión indescriptible y honda ternura que a veces, los enfermos no podían contener el llanto histérico que de sopetón los embargaba e irrumpían allí mismo en sollozos de criaturas ultrajadas por un destino mortecino que las tenía postradas en un estado de indefensión y abatimiento total por el resto de sus días.

En cuanto a su hermano, el maestro Luciano, quien no gustaba de las montoneras ni de la suciedad de la pobreza ni del olor ofensivo de la miseria, ni de los ambientes paupérrimos donde se enseñoreaba el mal gusto; vivía y guardaba con total celo, en su exclusiva casa de Chapinero, una carpeta que acreditaba con fotos y recortes de periódicos, muchos de sus viajes a distintos países en donde se le reconocía como niño prodigio, se le dispensaban honores de embajador y en algunos lugares hasta se le veneraba como criatura bondadosa de enigmáticos poderes paranormales. Cuando el flaco lo redescubrió en 1976, ya Luciano contaba con treinta años, la edad ideal, medía sus cien centímetros, como ya se dijo, blanco de cabellos lacios y delgados como el de una niña, de ojos oscuros y limpios, tenía una expresión unas veces de niño mimado, y otras veces de filósofo de antigua y profunda sabiduría a quien se le dificultaba acceder al nivel del simple y ordinario parroquiano. Su figura de clásico liliputiense imprimía curiosidad y respeto a la vez. Y su aura emanaba expectación e inquietud. Nada era igual ante su presencia.

El flaco gozaba mucho contándome los pormenores de sus conversaciones, ya que fueron muy amigos y gracias a esa cercanía pudo conocer de sus andanzas. Desde temprana edad y tan pronto se le descubrieron las dotes especiales, unas monjas españolas, por influencia de un pariente lejano que se identificó como hijo de Galicia, lo tomaron bajo su custodia para educarlo en las sagradas enseñanzas, de tal modo que vivió en Madrid en un convento situado en la calle Atocha cerca de la plaza de las Provincias, donde hoy se erige la parroquia de Santa Cruz. Allí las hermanas durante el día le inducían en el conocimiento del catecismo Astete y en las doctrinas de Tomás de Aquino (La summa theologiae) y en el ejemplarizante testimonio documental de vida de Agustín de Hipona. Le enseñaron con brevedad asombrosa la historia de la cultura de las civilizaciones a partir del juego de los abalorios con la simple manipulación de un ábaco compuesto de alambres y fichas de vidrio. Y en las noches, a la hora de dormir, después de tomar el té de manzanilla para poder dormir en paz, en la placidez de sus aposentos, jugaban con él como si fuera un muñequito de trapo lanzándoselo de unas a otras en pura bola el pobre Lucianito quien a sus doce años parecía de cinco lo que aprovechaba, el muy abusivo, para hendir sus manitas en las intimidades calientes de las monjas quienes reían en medio de una algarabía fuera de lugar y se excitaban con ese pueril juego nocturno y se persignaban cuando el crío de buena manera respondía a los juegos inocentes hurgando en sus genitales y palpando con destreza inconcebible las turgentes tetas de las novicias quienes más allá de todo pudor, recato y compostura, entraban en un fogaje instantáneo que a veces culminaba con felaciones relámpago y manoseos acompañados de grititos de altísimo tono justo para concordar con los aflautados gemidos y jadeos acezantes ...ajahajahajahaja... de este chaval engreído y feliz. La madre superiora se reservaba el derecho de dormir al púber en el calor virginal de su nívea e intocada humanidad.

El maestro era impredecible. En otra oportunidad, cuando el flaco le preguntó curioso por saber su opinión sobre la práctica de la masturbación, el maestro Luciano le respondió sin titubeos, a la vez que sonreía de oreja a oreja. Jajá. ¿Sabes qué? No te puedo contestar, hijo, si esa maña de hacerse una paja es buena o mala. Puede que sí, puede que no. De hecho, yo nunca tuve la oportunidad de ejercitarla. No está en mí correrme de esa manera. He tenido demasiadas mujeres desde los once años. Y hasta entonces, no he tenido tiempo para esos desahogos solitarios.

joserdiazdiaz@gmail.com


 

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