Un cuento de Horacio Scagliotti
Los cuentos de Horacio Scagliotti son como discretos develamientos que emplazan la emoción del lector para conmoverlo y perturbarlo. Son fogonazos deslumbrantes que hacen parpadear la conciencia. A continuación, una muestra.
Carlos y la cuarentena
Estamos todos rotos, así es como entra la luz
Ernest Hemingway
Cuando
el presentador del noticiero anunció las últimas cifras del día automáticamente
ambos se pararon frente al televisor y escucharon atentamente el informe
oficial. Estaban inmersos en la fantasmagórica realidad que acechaba a ellos y
a todo el país. Los nuevos datos eran más preocupantes que los del día anterior
y al escucharlos apenas se miraron envueltos en un aura de tristeza y temor que
les humedeció los ojos y les quitó el habla.
Regresaron
cabizbajos a la cocina a concluir la cena, aunque ya sin el apetito de un rato
antes, en tanto las noticias continuaron informando sobre el tema, destacando
de un posible colapso del sistema hospitalario si los contagios seguían
aumentando. El gobierno, ante la escalada infecciosa, consideraba recurrir a
una nueva y más estricta cuarentena.
No
se cruzaron miradas ni emitieron comentarios, aunque en el silencio recurrente
los dos se notaban muy preocupados por el futuro caótico que se vislumbraba a
corto plazo. Se sirvieron un poco más de vino y luego él se levantó de la mesa
y se fue al sofá de la sala para continuar viendo televisión, tenía ganas de
ver alguna serie o una película de acción que le habían recomendado, pero desde
la cocina ella le pidió si podía dejar el noticiero un poco más porque quería
ver el informe que detallaba cuales eran los barrios más afectados por el
virus, una costumbre que ella había adoptado desde el inicio de la cuarentena.
Le
hizo caso, pero se retiró algo molesto al patio, a la soledad del patio,
dejándola concentrada en la sala pendiente del informativo y de unas cifras que
a él le resultaban indiferentes. La notó bien coqueta con un vestido ajustado y
corto de color azul que le denotaba una figura aun llamativa a pesar de ser ya
una mujer madura y con el sello de futura abuela.
Trató
de recordar qué familiares, e incluso amigos, habitaban en algunos de los
barrios a los que el noticiero hacía mención, pero ninguno le venía a la mente.
De hecho, no comprendía el afanoso interés de ella por escuchar un informe
semejante a no ser que lo considerara para evitarlo en caso de una supuesta
salida de emergencia por las calles de la ciudad.
Él
maquinaba estas deducciones sentado en una amplia silla de exterior en una
noche otoñal pero placentera bajo un conglomerado de estrellas y una exuberante
luna llena. Pronto ella también saldría al patio, pero para que ambos brindaran
por un nuevo aniversario de casados, justo
en plena pandemia.
El
postre no era sofisticado, pero sí de su gusto, flan casero acompañado de dulce
de leche, una elección que para él no aceptaba desperdicio. Ella acomodó la
fuente con el postre y él se encargó de destapar la botella bien fría de proseco.
Todo
había quedado cuidadosamente desplegado en la mesa del patio de tapa
rectangular de vidrio cubierto por un mantel blanco donde posaban las velas,
las copas, los platillos de postre, los utensilios de plata y hasta las
servilletas de tela de color borravino en cuyos vértices se mostraban bordadas
en hilo dorado los nombres de pila de ambos cónyuges, detalles incondicionales
que desde el comienzo de la relación ella se encargaba de presentar en cada una
de las respectivas celebraciones.
Disfrutó
tranquilo de una suculenta porción de flan con dulce, si bien no tenía un
apetito voraz como en otras ocasiones, y apreció a la vez el esfuerzo que ella
había invertido en momentos tan complicados para celebrar el aniversario
matrimonial. Levantaron las copas en un brindis escueto que llevaba estampada
la marca del virus maldito convertido ya en referencia inamovible para el antes
y el después de todo lo que el destino les ofreciese en sus vidas futuras.
—Mejor
imposible"—, comentó ella. —A pesar del despelote acá estamos, celebrando
años de casados. “¡Salud!", exclamó él mientras la peste recorría la
ciudad, el país y el mundo causando estragos, temor y confusión. Continuaron
atacando el flan y el proseco sin preámbulos en un festejo atípico que por
momentos provocaba la risa de ambos, en especial de ella, que sonaba sincera
pero a la vez lejana.
—Te
acordás algún detalle especial de la boda? — le preguntó él. Ella jugó con el
silencio por unos segundos y con la vista alejada de la vista de él sólo le
contestó
—Por supuesto que sí.
Entonces,
casi de manera clandestina, la observó con la copa de proseco en una mano, el
cabello recortado que le aportaba un llamativo semblante juvenil, los ojos
melosos detenidos vaya uno a saber dónde, y las piernas delgadas cruzadas
sensualmente, componiendo una imagen esbelta que contempló con orgullo, después
de todo ella era su compañera absoluta por los últimos 26 años de su
existencia. Al final del íntimo festejo, cuando la magia fue desapareciendo y
sólo quedaba por recurrir a la limpieza, la escuchó claramente comentar en voz
baja, como hablando para sí misma, "Qué bicho hijo de puta". Él se
mantuvo callado, ignorando lo que había escuchado mientras miraba como el
ejército de estrellas continuaba adornando la noche otoñal.
De
repente giró la vista hacia ella que venía a recoger el mantel que aún estaba
sobre la mesa del patio. Siguió cada uno de sus movimientos hasta que de manera
intimidatoria le preguntó si había reconocido algún barrio en especial de los
que mostró el noticiero. Ella no lo miró, sacudió el mantel, lo enrolló y
regresó hacia la cocina.
—Pasó
y en uno de los momentos más desbordantes o ¿acaso te olvidastes? —le reclamó
él de manera brusca.
Ajena
a sus palabras ella continuó con la limpieza sin otorgar ninguna respuesta. Él
se levantó de la silla y apoyó sus manos sobre la mesa mirándola
inquisitivamente. —Mirame— le gritó, "¿no te acordás o no querés
acordarte...?" le preguntó dolorido por su silencio — estábamos revolcados
en la cama gozosos, disfrutando justo antes del momento crucial y a un día de
nuestro aniversario, un día—, repitió para herirse y herirla a la vez.
—¿No
creés que después de tantos años merezco una explicación? —. Ella continuó
enmudecida, dándole el toque final a sus menesteres y sintiendo la sal de sus
propias lágrimas rodándole sus mejillas.
"Vaya
aniversario..." comentó él sin la vehemencia anterior, volviéndose a
sentar en una de las sillas del patio y aceptando que la indagatoria iba
llegando a su fin le arrojó sin tapujos sus últimos cartuchos. —¡Carlos, Carlos!
— exclamastes, y yo esperé y espero que digas algo al respecto, es lo menos que
te exigo, pero nada, preferís el silencio.
Entonces,
ya sin alternativa le dijo —porqué en vez de ver el informe del noticiero de
los barrios más contagiados no usás tu celular y llamás al hijo de puta de
Carlos para ver como está. ¿Es más práctico, no te parece?
Sin abrir la boca ella partió hacia el dormitorio y él escuchó cómo, tras cerrar violentamente la puerta, trababa la cerradura.
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