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Cuentos en tiempo de pandemia

 

El oficio de ficcionar es sublimar y fijar en la memoria colectiva pasajes de la vida que nos marcarán para siempre. He aquí una muestra del buen arte de narrar en la elaborada pluma de Horacio Scagliotti. Muy pronto en Amazon.




A continuación podrán leer un avance de las primeras páginas de la selección de cuentos del escritor y periodista argentino Horacio Scagliotti. 





Título: Cuentos en tiempos de pandemia

© Horacio Scagliotti

 Email: lilihora@outlook.com

Pembroke Pines, Florida, julio de 2021

ISBN:

Edición: La Caverna, escuela de escritura creativa

Foto de Cubierta:

Pintura de Chenco Gómez: Detrás de la máscara, un haz de signos.

Acrílico sobre lienzo 30”x30”. 1996

Foto de Contracubierta: Miriam Maharaj

Diseño de cubierta: Patricia Franco-Gómez

Diagramación: Luz Macías

Todos los derechos reservados.

Colección de La caverna, escuela de escritura creativa

 

 

 

 

 

 

 

 vi.

 

 

  

Prólogo

Por: José Díaz- Díaz

Muy gratificante el haber tenido la oportunidad de colaborar en la Edición de la selección de historias breves: Cuentos en tiempo de pandemia del autor argentino Horacio Scagliotti. La unidad temática de este compendio es precisa y rigurosa además de patéticamente vigente: los estragos de la pandemia del COVID 19 en la aldea global, singularizando en los espacios locales de La Argentina y la Florida.

Como debemos entender, el criterio de Unidad es clave para que una obra de arte en general pueda ser considerada como tal. Y este es el caso de la bien lograda obra de Scagliotti. Una estricta unidad de Fondo y de Forma caracterizan los textos de sus historias, logrando su cuentística una elaboración de tono superior con sorprendentes reminiscencias de autores consagrados quienes con su prosa  enaltecen el arte narrativo como lo son Juan Rulfo, por la voz lejana e irremediablemente perdida de sus protagonistas; de Edgar Alan Poe, por la contundencia de las insólitas tramas y finales inesperados o, por los datos magistralmente escondidos de los cuentos de Ernest Hemingway.

Pero como todo buen autor— que debe ser a fuerza original por exigencia— Horacio Scagliotti, periodista de profesión y cuentista de vocación, nos aporta con su estilo novedoso en el arte de narrar, un trabajo sorprendente en sus textos, puntualmente en el manejo del Narrador omnisciente, Narrador personaje y Narrador testigo. Con toda seguridad los afortunados lectores de Cuentos en tiempo de pandemia se sorprenderán con el uso de esta técnica que anexa a la cuentística de hoy un elemento que imprime valor de sentido y significación surreal a historias que sin ello no alcanzarían mayor trascendencia literaria.

Otro elemento que exige considerar por su valor significativo es el de las voces de los personajes porque devienen enigmáticas y con varias capas de sentido que corresponde al lector precisarlas. Scagliotti no nos cuenta unos relatos fáciles de comprender justo porque las complejas emociones de sus protagonistas—aunado a las situaciones límites cercanas a la muerte— ameritan ese vaho resultante de una atmosfera de deflagración e impotencia.   

Si a las anteriores características de su prosa le sumamos los aciertos en el manejo de diálogos—que en verdad son monólogos de profunda simbología y de atmósferas y escenografías que rematan con el logro de la verosimilitud de sus historias— entonces es justo y propicio reconocer que estamos ante la presencia de un libro que aporta al notable y difícil género del Cuento un plus valor de insoslayable importancia.

 Mis reconocimientos al escritor devenido en cuentista genuino Horacio Scagliotti.

 

 

 

 


                                                                            Horacio Scagliotti

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


La visita

 

(Una cuestión de amistad)

 

Todas las obras de arte deben empezar por el final

Edgar Alan Poe

 

El mediodía estaba fresco pero soleado, una de esas jornadas invernales que daban la pena disfrutar, aunque la razón de su viaje a ese pueblo alejado de la provincia era por una cuestión de amistad. Estacionó su automóvil frente al almacén de ramos generales que promocionaba en un pizarrón pequeño los especiales de milanesa. Tenía hambre y sed.

En las pocas cuadras que conformaban la calle principal del pueblo no notó movimiento alguno y lo adjudicó al horario, eran las 12:30 de un mediodía pueblerino que invitaba a un intervalo de un par de horas.

Se acomodó el barbijo y entró, el despachante, apoyado en uno de los mostradores del almacén, antes de saludarlo lo observó detenidamente mientras él caminó a su encuentro saludándolo en el breve recorrido con un "buenas tardes" que no tuvo respuesta inmediata.

Viendo que el silencio continuaba tomó la delantera y pidió "un sándwich de milanesa con una botella de agua sin gas, si es posible". El despachante volvió a observarlo detenidamente y entonces si lo saludó y a la vez le indicó que se sentara que él le llevaba la orden.

Eligió una mesa que bordeaba un ventanal que daba a la calle, una calle inmóvil. El almacén tenía un techo alto en el cual destacaban gruesas vigas de durmientes horizontales y un par de ventiladores antiguos de bronce y paletas anchas. El mostrador en L con su mesada de cerámica blanca y ajada recorría de una punta a la otra el área de servicio al cliente mientras que detrás resaltaban unas estanterías embutidas y altas de madera que mostraban una gran variedad de productos comerciales que iban desde enlatados y vinos hasta ferretería y perfumes. Las mesas desparramadas en el amplio local le daba a todo el almacén un aspecto de principios del siglo XX, característico en comercios de pueblos del interior que alguna vez crecieron a la par del ferrocarril y que luego, tras la aparición de nuevos intereses financieros, fueron siendo abandonados a su propia suerte.

El hombre reapareció con la orden del especial de milanesa y el agua sin gas pero sin ningún barbijo. "Acá no hace falta usar tapabocas porque no sólo no tenemos ningún contagiado, sino que además los que están de paso están de paso porque aquí no pueden pernoctar". Explicó mientras servía.

Él sonrió, se quitó el barbijo para comer y no agregó ningún comentario, se dedicó a mirar la orden pedida y a degustarla con ganas. Disimuladamente observaba desde la mesa al individuo que lo atendió y estimó que era el dueño del almacén, sus movimientos, sus actitudes y sus palabras no le dejaban lugar a ninguna duda.

Tras el almuerzo miró hacia afuera a través del ventanal y comentó con voz fuerte que "en este pueblo se respeta la hora de la siesta". El hombre lo miró sin expresión alguna y continuó concentrado en unos papeles, entonces él se levantó de la mesa y preguntó cuánto le debía. La actitud del almacenero lo incomodaba.

Dejó el dinero de la cuenta con un extra sobre la mesa y antes de marcharse preguntó si en el pueblo había alguna clínica médica.

—¿Por qué?  ¿Lo que comió ya le cayó mal? — dijo con ironía el hombre. Él se río por la ocurrencia y le aclaró que estaba buscando a una joven que había venido a ver a su padre que supuestamente era el encargado de la clínica, —por eso le pregunto, pero imagino que no debe ser difícil dar con el lugar.

—¿Y usted quién es? —. Obvió el tono intimidatorio de la pregunta y aclaró que él era un conocido de la joven que estaba buscando.

Cuando ya se iba escuchó la indicación y un comentario: "saliendo hacia la derecha, a tres cuadras, está el lugar que usted busca" pero que no recordaba haber visto a ninguna joven. "El único que atiende la clínica es un señor que hace años que vive solo y que yo sepa nunca nadie lo visita".

Le agradeció el dato— que le pareció raro— y salió del almacén. Afuera el sol y el clima fresco seguían inundando el día mientras que la soledad y el silencio continuaban pautando la existencia del pueblo y sus habitantes.

La clínica estaba ubicada muy cerca del abandonado galpón del ferrocarril, una estructura masiva de hierro y cemento de unos 200 metros de largo que marcaba por ese sector el final del pueblo. El antiguo vecindario de empleados ferroviarios era de casas bajas bien dispuestas y cuidadas con veredas arboleadas y limpias.

Tras encontrar la dirección volvió a estacionar su vehículo y a poco de tocar el timbre un hombre de unos cincuenta años de edad con expresión seria, cabellos encanecidos, bigotes gruesos y sin cubrebocas lo atendió. Él sí llevaba barbijo puesto y trató de ser extremadamente cordial.

—Buenas tardes señor, disculpe la molestia, espero estar en la dirección correcta, estoy buscando a Marcela Agosti, soy amigo de ella y habíamos convenido en que yo debía recogerla para regresar juntos a la capital, usted es el padre de Marcela?

El individuo lo miró detenidamente y tardó en contestarle con un —¿Usted quién es?

—Me llamo Atilio Escobar y trabajo junto a Marcela.

—¿Es enfermero? — indagó el dueño de la clínica.

 — Sí, como ella, y no se preocupe porque antes de venir me hice el estudio y me salió negativo y además de llevar barbijo acá traigo el comprobante cumpliendo con los protocolos.

—Efectivamente, mi hija se llama Marcela, pero hace tiempo que acá no viene.

Se quedó mudo, no esperaba esa respuesta, habían convenido que él la pasaría a buscar y ella le texteó el día anterior para confirmarle que ya podía recogerla.

—Qué raro señor, ayer mismo me avisó que viniera a buscarla, no entiendo…usted es el padre de Marcela Agosti ¿verdad?

De mala manera y confirmando que era el padre de Marcela Agosti le reiteró que dicha persona hacía un rato largo que no iba a visitarlo. —Tampoco era de llamarme mucho, historias que su madre le habrá puesto en la cabeza.

A él le costaba hilvanar los pensamientos, ella siempre le habló bien de su padre y en cuanto a su madre le contó que "había fallecido hacía pocos días y que Marcela intentó comunicarse con usted, pero no pudo. Por eso decidió venir al pueblo, para informarle y para llevarse unos papeles, pero usted ahora me dice que no vino... Agosti se mostró más impaciente, aunque logró mantener la calma y lo invitó a pasar a la pequeña clínica. Mientras él se sentó en uno de los sillones que había en la presentable sala de espera el individuo pasó a otro cuarto y regresó varios minutos después con su barbijo puesto. 

—Mire— le dijo cruzándose de brazos y sentado sobre el escritorio—sus comentarios suenan a intromisión familiar, más que enfermero usted parece policía, le vuelvo a repetir que a mi hija no la veo desde hace tiempo y con mi exesposa no he tenido contacto desde que nos separamos, va, desde que ella decidió separarse y dejar el pueblo. Lamento su muerte, es todo lo que puedo decir.

Él pidió disculpas por el atrevimiento de su visita —pero ocurre que estoy confundido, me comuniqué con su hija hace menos de 48 horas y resulta que ahora no está acá, ¿de dónde me llamó y para qué me llamó entonces?

—¿Y dígame, siendo enfermero usted puede andar viajando por ahí…? — preguntó ofuscado el padre de Marcela.

—Cumplo con los protocolos al igual que Marcela, nos hacemos hisopados regularmente— contestó él.

Al hombre la respuesta no lo convenció mucho, —hisopados o no, la gente de su rubro fuera de los hospitales representa un peligro para la población, en especial si viajan a lugares como este donde no hay virus.

—Respetamos mucho la situación actual, de hecho, Marcela no me hubiese llamado sino hubiera estado segura de mi viaje—, dijo él.

—Usted primero fue al almacén y después vino a la clínica— le reprochó el hombre.

Dudó unos segundos y luego reaccionó alterado.

—Y cómo sabe que fui al almacén?

—En este pueblo todo se sabe, es chico y nos protegemos los unos a los otros—, le dijo Agosti.

—¿Protección? —, exclamó él, protección de qué, si todo lo que hice fue comer un simple sándwich de milanesa en este lugar perdido del interior y tratar de recoger a mi amiga, su hija—. Se sintió molesto y decidió marcharse, pero antes volvió a preguntar por Marcela.

—¡Marcela ya no está! — gritó descontroladamente el padre.

Sorprendido por semejante confesión se paró del sillón justo cuando la puerta de entrada a la clínica se abrió a su espalda. Al girar para ver quién era lo sorprendió un golpe en la cabeza que lo derrumbó al piso. Entonces, como en esas películas del cine mudo, las escenas fueron sucediéndose vertiginosamente. Cuando lo subieron de espalda en la caja trasera de una camioneta le pareció escuchar la voz del almacenero impartiendo órdenes y preguntando si ya estaba todo listo. Alguien dijo “sí”. La voz del padre de Marcela, cubierto con tapaboca y apretándole el rostro fue explicándole el motivo del ataque —Profesionales como usted y mi hija no tienen derecho de poner en peligro las vidas de los demás, este virus es terrible.

La camioneta arrancó y a él le seguía doliendo la cabeza y le costaba coordinar sus pensamientos. "Por qué el ataque, lo de su hija entonces...".

El vehículo dobló y quedó paralelo al galpón abandonado del ferrocarril. Dos brazos fuertes contenían los movimientos de sus extremidades mientras que otro vehículo los seguía de muy cerca.

Buscó la mirada de Agosti, pero este estaba pendiente del rumbo de la camioneta. Pensó que el almacenero era el conductor, el artífice de toda esta locura. el causante del dolor en la nuca que no cedía. El vehículo giró y se metió en el amplio taller de un lejano pasado frenando a pocos metros de la entrada. Otra vez identificó la voz del almacenero impartiendo órdenes. El movió su cabeza hacía atrás y creyó ver al padre de Marcela tomándolo de las axilas mientras la persona de los brazos fuertes lo iba bajando de la camioneta. Lo dejaron sobre una mesa de metal oxidada. El automóvil que los seguía también estacionó cerca de la entrada y de ahí bajaron dos hombres. En total eran cinco individuos cubiertos con máscaras que actuaban como si fueran miembros de una misma banda. Quiso hablar, pero el papá de Marcela no lo dejó. —Ya no hay nada más que decir. Lo mismo le pasó a Marcela, fue mejor sacrificarla antes que el pueblo termine podrido por la peste, además me visitaba poco y nada—. Entonces le cubrió la boca con una ancha cinta aisladora y aguardó por nuevas órdenes. La mesa oxidada estaba cerca de un horno grande y circular. Uno de los hombres se le acercó y le contó cínicamente que —aún funciona, cuando hay celebraciones populares aquí cocinamos lechones, chivitos, pizzas, panes y también apestados como usted—. El tipo se echó a reír y el almacenero lo mandó a callar, asimismo les ordenó a todos que lo dejen "como está, quítenle solo la llave del auto".

Mientras uno de los individuos levantó la portezuela de metal que cubría el horno, otros dos arrastraron la mesa hacia el borde del mismo. Él sintió el calor intenso y tanto sus ojos desorbitados como el resto de su cuerpo cargado de terror buscaron en vano un desesperado e inexistente escape. Lo empujaron hacia adentro del horno y cerraron bruscamente la portezuela emitiendo un ruido metalizado que retumbó en todo el galpón.

"Este tampoco contagia a nadie más". Comentó uno de los miembros del grupo que se fue acomodando en uno de los dos vehículos para salir del abandonado taller del ferrocarril.









 

 

 

 

 


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